Perdí cualquier noción del tiempo y del espacio, permaneciendo sólo esa sensación de inmensidad y vacío que, más que ver, intuí al entrar.
La efímera rendija de luz, que atravesó conmigo la entrada cuando fui empujada dentro, no me permitió entrever nada, porque resultó tan breve como un parpadeo. Duró apenas lo que tardó en cerrarse la puerta a mis espaldas. Luego, nada. Una nada densa, absoluta , contundente.
Me quedé muy quieta. Desconcertada. Esperando a que mis ojos se adaptaran a aquella negrura infinita, permaneciendo inmóvil a tan sólo un par de pasos de la puerta. Girando sobre mis pies, palpé hasta dar con la manivela. Forcejeé, pero no cedió a la presión de la mano. Ni un ápice. Tan inmóvil, como si nunca hubiese sido otra cosa que una barra metálica sin mecanismo alguno.
Sentí miedo. Casi terror, diría. Miedo de dar un solo paso en aquel espacio negro, frío y ajeno. Miedo a no salir de allí nunca; miedo a moverme, a tropezar en un terreno que me era desconocido. Miedo al silencio ensordecedor que llegó tras apagarse el eco del portazo; miedo, después, al sonido de mi propia respiración, que en aquel silencio resonaba oprimente, angustiosa.
Tras un primer momento de absoluto pánico, intenté controlarme, rendirme a lo evidente, y me fui dejando caer en el punto exacto en el que me encontraba y en el que, al menos, estaba segura de tener un suelo bajo mis pies. Ni un paso adelante ni uno atrás. Me limité a doblar las rodillas, despacio, con las manos extendidas, hasta que palpé el suelo y logré sentarme, a pesar de unos incontrolables espasmos que amenazaban con hacerme perder el equilibrio.
En esa posición, contuve la respiración, cerré los ojos, por inercia más que por necesidad, y puse en alerta todos los sentidos intentando percibir algo. Cualquier cosa. Un poco de aire rozando la piel, un sonido cualquiera, por leve que fuese; un aroma o el atisbo de algún contorno cuando los ojos se hubiesen acostumbrado a la oscuridad. El resultado siguió siendo el mismo. Una nada sólida.
El concepto de tiempo se fue difuminando hasta volverse absurdo. Allí no era medible y, de haberlo sido, carecía de sentido. Era algo que transcurría fuera, pero que allí estaba fuera de toda lógica. Empecé a dudar incluso de mi propia existencia, al tiempo que aquella obstinada vacuidad me fue engullendo. Busqué de qué manera conectar con algo y con nada en concreto. Cualquier sensación que procediese del entorno pensé que me era válida; al menos, por un tiempo que no era capaz de precisar. No sé si por frustración o por agotamiento, acallé incluso ese deseo y me rendí, dejándome mecer por el vacío.
Nada cambiaba si permanecía con los ojos abiertos o si los cerraba; los párpados no respondían y los ojos se mantenían silenciosamente húmedos sin su ayuda.
Los pensamientos resultaban ruidosos, aunque eran como el leve rumor de las olas que sólo altera el sueño al insomne.
No sabría decir cuánto tiempo permanecí así y tampoco creo que importe. Quieta, inmóvil, aletargada, casi muerta; con los ojos cerrados para no ver que no veía. Disolviéndome en la Nada hasta que ella y yo fuimos una sola cosa. Aquel proceso duró hasta que me quedé sin lágrimas, sin emociones, sin deseos. Ni pensamientos siquiera quedaron. Aquel agujero negro de Nada lo engullía todo. Sólo un instante antes de desaparecer por completo, abrí los ojos; no porque algo hubiese cambiado, sino más bien por un movimiento reflejo. El leve recuerdo de un tiempo en que los sentidos y la voluntad servían de algo… o quizás para constatar si los párpados aún obedecían al cerebro tras ese letargo al que poco a poco me había ido rindiendo. El resultado fue el mismo. Nada, una vez más. Una nada sin angustia. Desnuda y callada. Cerré los ojos.
Tal vez no se pueda experimentar algo más cercano a la muerte sin estar muerto. Pero en algún momento, no sé por qué y sin previo aviso, los labios se me tensaron ligeramente, como si tuviesen voluntad propia y, una vez desligados de la mía, hubiesen querido poner una sonrisa en mis labios. Una sonrisa primigenia y que, de no haber estado sola, tampoco habría podido apreciar nadie; una sonrisa tan breve como las ondas dibujadas por un grano de arena al caer en la superficie de un estanque. Más del alma que del cuerpo, pero suficientemente clara como para entender que, no solo seguía viva, sino que deseaba seguir estándolo. Viva a pesar de la oscuridad, de los miedos, de la atracción suicida con que la negrura más absoluta me había seducido para apagarme como una vela a la que se le priva poco a poco de oxígeno.
Cerré los ojos y así, sola, desdibujada y sin capacidad aún de moverme, acaricié mentalmente esa sonrisa, reconociendo en ella el impulso primitivo de vivir.
Una delgada línea de luz, atravesó el espacio frente a mí. Finísima como un cabello, pero cegadora en aquella negrura. Tuve que mirarla de soslayo hasta que me acostumbré a la inesperada claridad. Aguardé paciente, expectante, aturdida, desconcertada, pero calmada, aceptando la realidad de ese elemento con el que compartía ahora el espacio. Éramos la luz y yo… Y ya no estaba sola.
La respiración elevaba de nuevo el pecho y el aire exhalado en cada expiración producía un ligero cosquilleo en las manos recogidas sobre el regazo. Como si la sangre hubiese estado detenida y volviese a circular; sentí cómo los dedos, cerrados en un puño y agarrotados por un miedo que ahora se diluía, se abrieron.
Vencido el temor a la oscuridad, sólo tenía que esperar lo suficiente… y ya no le temía tampoco al tiempo.
Bonito post! Me encanta cómo describes esa sensación de pánico o terror ante el silencio, ante el vacío, ante la Nada. Realmente es así. Un placer leerte, un saludo
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Gracias a ti por leerlo y por comentar 🙂
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