Es una tarde tan plácida como sólo una tarde otoñal sabe serlo. Escribo, como si nada más que el sencillo gesto de deslizar la pluma sobre el papel importase. Escribo como cuando después del amor, ya calmado y satisfecho cualquier otro anhelo, recorro con los dedos la piel que amo, sin apenas rozarla; por el sencillo placer de sentir la tibieza de otra piel y deleitarme en una caricia que parece dar sentido al hecho mismo de tener manos, dedos y yemas con las que hacerlo. Escribo como cuando, aunque pesen los ojos, luchas por seguir alargando ese tiempo-milagro, aferrándote al gesto, porque de algún modo eso parece dar sentido al hecho mismo de estar vivo.
Es una tarde tan plácida como sólo una tarde otoñal sabe serlo. Escribo sin saber si las palabras sólo fluyen o si, ajenas a mi voluntad, persiguen ir a alguna parte. O tal vez sólo escribo por miedo a que algo se resquebraje si me detengo.
Es una tarde tan plácida como sólo una tarde otoñal sabe serlo y todo cuanto anhelo es ser palabra o caricia. Ser verbo o tacto. O tal vez porque temo detenerme y volverme agua. Y diluirme, o verterme, o sumergirme en ese océano desconocido que amenaza con desbordarse de unos ojos apenas capaces de contenerlo.
Es una tarde tan plácida como sólo una tarde otoñal sabe serlo, pero aún así siento que, incluso el simple hecho de moverme del pequeño rincón del mundo que ahora ocupo, puede hacer que se rompa el frágil equilibrio de este universo-palabras que apenas se sostiene. Que de pronto todo se vuelva oscuridad y caos, y frío, y tormenta…, así que respiro despacio y sigo escribiendo. Para que la tarde siga transcurriendo tan plácida como sólo una tarde otoñal sabe serlo.
Se que existe un universo entero moviéndose al otro lado de la ventana. Puedo oír sirenas, máquinas trabajando en construir algo o destruyendo algo que ya no sirve; escucho voces lejanas, risas, el eco de un atasco más o menos cercano, más sirenas, más máquinas… Y de pronto pienso que al otro lado de este, mi diminuto universo que parece detenido, alguien nace y alguien muere, justo en este instante.
Siento un cansancio casi milenario. Un cansancio compartido, hecho de cuantos cansancios me rodean y que, sin pretenderlo, he hecho propios. Y no sé cómo desligarme de eso. Ni si quiero. Anhelo alargar este instante o tal vez hacerlo eterno. Dejar que el tiempo se deslice como la pluma sobre el papel y permitir que esta tarde, tan plácida como sólo una tarde otoñal sabe serlo, se prolongue hasta volverse primavera. Soñar que todo volverá a ser principio en algún momento. Cerrar el círculo, completarlo de algún modo y por fin, transmutar. Y volver a empezar de alguna manera, aunque todo vaya a ser de algún modo semejante, pero al fin, distinto.
Comentarios recientes