Una y otra vez, tengo el mismo sueño recurrente con esa sensación de estar atrapado en medio de ninguna parte. La regurgito cada noche y la rumio durante el día, preguntándome cuánto puedo tardar en digerirla y si alguna vez dejará de ser esa especie de engrudo que permanece en el estómago y me impide un sueño tranquilo.
Los sueños se han vuelto persistentes y recurrentes y, al amanecer, despierto a menudo con la frente húmeda, el ceño fruncido y el cabello desordenado porque la pesadilla ha vuelto a ocupar mis sueños. Una pesadilla perseverante e implacable.
Me revuelvo inquieto, deseando con toda mi alma poder evitarla; con poder encontrar la respuesta eficaz y necesaria y el conjuro preciso para disuadirla de no volver. Solo que sé que no tengo ni idea de cómo hacerlo.
Soñamos mil veces un sueño conjunto, pero ahora no estoy seguro de que tu sueño y el mío sean el mismo. Cuando el mío se hace presente, me pesan los párpados y, pese a la angustia, la necesidad de abrirlos y de escapar del terror, los siento tan pesados que soy incapaz de hacerlo. No basta con abrirlos, de hecho. También duele despertar y sólo logro hacerlo del todo cuando el sol está muy alto y su realidad resulta mucho más contundente que mis ensoñaciones.
Recuerdo encontrarme al fondo de un algo que resulta complicado de describir: Una especie de anfiteatro circular y vacío. En el centro del escenario, solo yo. En las gradas, absolutamente nadie. Aunque no sé si sería adecuado llamarlo anfiteatro, porque es un recinto cerrado. Cerrado y hermético. Es cubierto y en realidad, es semiesférico… Una especie de cúpula sin templo, solo ocupada por cuatro escalinatas en los cuatro puntos cardinales, por las que puedo subir y bajar a mi antojo. Intento inútil por otro lado, ya que no conducen a ninguna parte, salvo al muro que las (nos) contiene. Me pregunto, si tú sueñas algo similar ahora que ya no soñamos ni dormimos juntos.
Norte, sur, este y oeste. Cuatro escalinatas absurdas. Una broma macabra… Una suerte de laberinto, en el que el orden, la simetría y el límite de los muros, resultan una vuelta de tuerca más allá de los que concibo cuando intento dibujar algo que se le asemeje. ¿Qué sentido podría tener subir o bajar esos peldaños absurdos? Me pregunto si alguien más sueña con anti-laberintos similares al mío. Si también delira en un cubículo análogo, tan absurdo y agobiante.
En el sueño, me pregunto qué clase de mente perversa podría concebir algo así y si alguien —algún dios o lo que sea— puede verme a través del óculo que remata la cúpula. Imagino una especie de divinidad malévola que se divierte encerrándonos a miles de hombres y mujeres en miles de absurdas cúpulas similares y que nos observa como un niño que arranca colas a las lagartijas y las deposita en agujeros excavados previamente, y luego se queda mirando, apostando cuánto durará el movimiento y cual será la que se agite por más tiempo.
No tardo mucho en entender el juego y que todo intento de hacer algo es absurdo y, cuando al llegar el sol al centro del día y situarse en la perpendicular del óculo, donde ese dios que imagino, podría verme mejor, me siento en medio de su estúpido ruedo y me quedo quieto. No quiero complacerle, si es ese su juego. Me niego a estar subiendo y bajando escaleras en un estéril intento de huída de su perversión. No quiero divertirle con mi muerte. Al menos, eso sí está en mi mano.
Al despertar, recobro la mente consciente y entiendo que quien crea el espacio en el que se desarrollan mis sueños soy yo mismo. Y siento angustia por ser capaz de concebir tal atrocidad.
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